miércoles, 11 de febrero de 2009

Juan José Millás



Se van a enterar


Le dije al taxista que por favor pusiera la radio y replicó que en la radio no decían más que tonterías. Evité la tentación de demostrarle que yo no era tonto, así como la de convencerle de que la radio era inteligente. Me limité a repetirle, con corrección, pero con distancia, que hiciera el favor de encenderla. El hombre torció el gesto y apretó el botón. Debía de ser un programa de extraterrestres, porque una mujer aseguraba haber sido poseída por un ser luminoso en el pasillo de su casa. -Me había agachado -dijo- para limpiar la base del bidé y al incorporarme, en lugar de ver estrellitas, vi una forma humana hecha de filamentos luminosos. Huí hacia el pasillo, donde fui alcanzada por ese extraño ser, que me poseyó fieramente junto al reloj de péndulo.
El taxista me miró a través del espejo con expresión de suficiencia. Yo puse cara de antropólogo, como si estuviera sacando unas conclusiones interesantísimas de todo aquello. Pero a continuación llamó al programa un sujeto convencido de que cuando se encerraba en el cuarto de baño se volvía transparente, aunque no podía demostrarlo porque al abrir la puerta volvía a hacerse visible.

-Pues entre en el cuarto de baño con alguien -le sugirió la locutora.

-Es que sólo me vuelvo transparente cuando entro solo.

Era muy difícil mantener la expresión de antropólogo escuchando aquellas tonterías, pero hice un esfuerzo y aguanté. El taxista me miraba con lástima y la verdad es que un poco idiota sí había empezado a sentirme.

-¿Le importaría cambiar de emisora, por favor? -dije ahora.

-Pero si da igual la emisora -respondió él-, no dicen más que tonterías en todas partes.

-¿Le importaría cambiar? -insistí entre dientes.

Movió el dial con un desprecio enorme y cogió de casualidad una emisora inglesa, o eso me pareció, porque no sé inglés.

-¿Lo dejo aquí?- preguntó.

-Sí, por favor- respondí poniendo cara de entender lo que decían un hombre y una mujer que se quitaban la palabra todo el rato.

De súbito, el taxista soltó una carcajada, por lo que supuse que sabía inglés y que quizá habían dicho algo gracioso. Yo sonreí con un rictus de condescendencia, como si lo hubiera entendido. Al poco, se volvió y me dijo:

-¿Lo ve como no dicen más que de tonterías?

No respondí, pero me dio un ataque de rubor y puse cara de sociólogo, porque a los sociólogos, supongo, les interesan las tonterías de la radio para extraer conclusiones sobre la audiencia. Me sale mejor la cara de antropólogo que la de sociólogo, aunque creo que conseguí engañarle.

Al llegar a un semáforo, el taxista cogió un libro de la guantera y se puso a leer unas líneas mientras pasaban los peatones. Se trataba de la Crítica de la razón pura, de Kant. Cuando volvió a dejarlo en su sitio para arrancar me miró con expresión de superioridad. Intentaba hacerme ver lo humillante que era para un taxista que leía a Kant llevar a un idiota que se embotaba la cabeza con programas de extraterrestres en varios idiomas.

-Leo una media de dos minutos por semáforo -dijo. ¿Sabe usted cuánto es eso al año?

-No, no lo sé -respondí molesto, como si me estuviera quitando de escuchar lo más interesante de la conversación en inglés.

-Pues el año pasado leí las obras completas de Borges. ¿Sabe usted quién es Borges?

-¿El de los frutos secos? -respondí furioso.

-Ya veo que no sabe quién es, perdone.

Le habría asesinado. Me pareció pueril intentar convencerle de que conocía a Borges, pero no hacerlo era quedar por el idiota por el que me había tomado desde el principio. ¿Qué hacer?

-Apague la radio, por favor -dije.

-¿Precisamente ahora que han empezado a decir cosas inteligentes?

Me bajé allí mismo, entré en una librería, compré un libro de Sócrates y me lo metí en el bolsillo. Tomé otro taxi que llevaba la radio puesta.

-Quite eso, por favor, que no dicen más que tonterías -dije.

El conductor quitó la radio fastidiado, yo abrí el libro de Sócrates e hice como que leía con expresión anglosajona. Se van a enterar estos taxistas.